En el Sillón Rojo con la autora Julia Álvarez
Al aprender un nuevo idioma es importante fijarse en lo que uno dice —especialmente si has sido forzado a abandonar tu tierra natal bajo amenaza de muerte.
Un camino de palabras es parte de lo que convirtió a Julia Alvarez en una escritora. Pero como sucede con muchos contadores de historias, el drama de su propia vida demandaba atención. Cuando Alvarez tenía diez años, ella y su familia escaparon de su natal República Dominicana, mientras tanto -bajo el régimen de Rafael Trujillo– se perpetraba el asesinato de más de cincuenta mil dominicanos y sus vecinos haitianos.
Alvarez recurrió a la escritura no sólo para explicar lo que había sucedido, sino para entender y construir conciencia. En la Nueva York de principios de los sesenta —espacio y tiempo que Alvarez describe como “mágicos”— ella era una extraña. Mirar tanto a Estados Unidos como a República Dominicana a la distancia, le dio a Alvarez la perspectiva necesaria para escribir libros como How the Garcia Girls Lost Their Accents (Cómo perdieron su acento las niñas García) y la autobiografía Once Upon a Quinceañera: Coming of Age in the USA (Érase una vez una quinceañera: La mayoría de edad en los Estados Unidos).
Alvarez, la más reciente entrevistada en nuestra serie de autores de iBooks, habló con nosotros sobre su responsabilidad como escritora, sobre la vida con una gran familia y sobre cómo ayudó a transformar una tragedia en celebración con Border of Lights, un colectivo que conmemora la Masacre del Perejil de 1937.
Naciste en Nueva York pero viviste en República Dominicana hasta los diez años, cuando huíste por razones políticas. ¿Qué es lo que más vívidamente recuerdas de tu infancia?
La gente siempre me dice: “¡Dios mío, viviste en una dictadura en la que la gente era desaparecida y asesinada!” Pero yo estuve cobijada por una amorosa, interesante y loca familia. Mi padre fue el último de veinticinco hijos legítimos. Cuando tienes una familia así de grande, tienes diversidad.
Lo que yo más recuerdo de mi infancia es que siempre había una mano de la que agarrarse. Si tu mami estaba enojada contigo, quedaba otra docena de tías cerca. Si una de tus tías no te quería contar un cuento, había doce más que sí querían. Estaba la tía que lo sabía todo sobre las orquídeas, o la que sabía cómo coser, o la que tenía una hermosa voz.
Podía sentir que algo andaba mal, pero simplemente pensaba que era normal. A veces alguien desaparecía y yo preguntaba: “¿Dónde está mi tío tal?”. Y me respondían: “No puedes hablar sobre eso”. Recogí la tensión de los adultos. Cuando eres niño, piensas que los adultos son raros, así que yo no sabía qué estaba pasando.
Y luego nos apuraron a salir rumbo a Estados Unidos. Nos tuvimos que llevar todo en una pequeña maleta. Estábamos tan emocionados. Pero algo estaba mal. No fue sino hasta que llegamos aquí —y no inmediatamente— que tuve conciencia. Sorprendentemente, irónicamente, fue una infancia idílica. Perfecta para un escritor, realmente.
¿Qué empacaste en tu maleta cuando huyeron?
La empacó por mí mi madre. Nos permitieron llevar un juguete. En How the Garcia Girls Lost their Accents hay una escena donde las niñas tienen que elegir un juguete. Años más tarde mis hermanas dijeron: “¡Escribiste este libro sobre nosotras!”. La razón por la que escribí esa escena es porque yo no puedo recordar lo que me llevé. Esto es lo que los escritores de ficción hacen a veces. Hay estos agujeros en tu mente que no puedes entender, así que la ficción es una manera de hacer que ese momento tenga un significado.
¿Cómo fue la llegada a los Estados Unidos? ¿Qué ajustes tuviste que hacer?
Fue extraño. Era agosto de 1960 en la ciudad de Nueva York. Nosotros habíamos vivido en un poblado rural [en República Dominicana] y aquí el aire olía diferente. Todo parecía funcionar por brujería. Te parabas enfrente de una puerta y ésta se abría. Las escaleras te llevaban hacia arriba sin que tuvieras que escalarlas. Rascacielos, elevadores —entrabas a una tienda y había docenas y docenas de opciones de cereal, no sólo para ti, sino ¡también para tu mascota!. Era alucinante.
La gente gritaba cosas, cosas crueles —los niños en el patio de recreo gritaban: “¡Spic! ¡Spic!” y yo me iba a casa a preguntarle a mi madre “¿Qué están diciendo?” y ella contestaba “¡Ah, ellos te están diciendo que hables!”. Yo creo que ella sabía pero quería convertirlo en una cosa amorosa. Fue chocante el cambio de una atmósfera amorosa a este lugar donde la gente no quería que yo estuviera.
No me fue bien en la escuela. Estaba aburrida. Por suerte tuve a una maestra maravillosa que debió haber visto algo en mí. Los maestros en República Dominicana se quejaban de que yo no prestaba atención. Pero ellos no sabían que cada que cualquier tía decía, “Érase una vez…” yo me quedaba pegada a la narradora. Esta maesta debió sentirlo y me llevó a la biblioteca y me involucré en el mundo de la imaginación.
Me di cuenta de que ahí era donde yo quería vivir —no en el lugar al que habíamos llegado, esta tierra de la oportunidad, sino en los libros. Era el mundo de la verdadera democracia. Tú podías ser rico, pobre, una niña, lo que fuera, y todo lo que tenías que hacer era leer y ese era tu mundo. De ahí quería mi ciudadanía.
¿Cómo encontraste tu voz de escritora?
Primero pasé a través del canon —mayormente británico, mayormente americano, mayormente masculino (no recuerdo haber leído a un autor negro hasta que me gradué)— y tuve que reeducarme. Cuando salí del colegio y empecé a escribir, pensaba que para ser una escritora americana tenía que sonar así —como Milton, Shakespeare, Yeats o Dylan Thomas— y luego me dí cuenta de que no podía.
No fue sino hasta que leí Maxine Hong Kingston que pensé “¡Dios mío! ¡Esta es una china americana en Sacramento, pero me relaciono con esto!”. Muchas escritoras latinas acreditan ese libro porque nos abrió las puertas. Dijo que nuestra experiencia es válida. No tienes que escribir sobre Aunt Rose, puedes escribir sobre la Tía Rosa. Es importante cuando eres un joven lector, ver que tu historia contribuye a la gran, gran ‘C’ de ‘Cultura’.
A menudo eres considerada como una de las principales escritoras latinas en activo. ¿Qué alegrías y qué cargas conlleva ese título?
Lo que yo quiero es crear algo donde el lector tenga una relación con el texto, no yo. En nuestra cultura hay una sed de celebridad. La gente quiere tener acceso a tí. Ahora con Internet ¡Dios mío! ¡Redes sociales!. El acceso no se limita a tu pequeño vecindario, sino que llega a gente que te escuchó hablar en algún lugar. Esa es una de las cargas —recordar lo que ofreces y mantenerse fiel a ello, y mantenerse enfocado.
Cuando provienes de un grupo étnico sientes una responsabilidad porque sabes que vienes de una demografía en la que muy poca gente tiene esa misma oportunidad. Con tu credibilidad ahora puedes decir o representar cosas que podrían inspirar a alguien a no abandonar la escuela o a no renunciar a su sueño.
No somos sólo escritores. Venimos de una comunidad y una historia. Eso se paga con la práctica de tu vocación. También nos sentimos obligados a devolver de formas más inmediatas. Me encanta la cita de Toni Morrison: “La función de la libertad es liberar a alguien más”. Cuando eres escritor, lo haces a través de tu trabajo y ejercitando los músculos de la compasión, pero también [a través de] tu presencia y ejemplo. Yo lo llamaría una responsabilidad en vez de una carga.
¿Podrías hablarme un poco sobre Border of Lights, el colectivo que es un puente entre las comunidades dominicana y haitiana? ¿Por qué es importante para ti?
En nuestros aniversarios nos reunimos en la frontera y hacemos una vigilia con música, poesía y danza. Iluminamos la frontera con un proyecto colaborativo en el que participan haitianos y dominicanos. El primer año limpiamos parques de ambos lados de la frontera. El año pasado alimentamos a más de 250 niños de un orfanato en Haití.
Así que ¿por qué me importa? Porque los gobiernos no están haciendo nada. ¿Qué quieren decir estos gestos?
Quieren decir que ambos necesitamos que los otros sobrevivan. Somos parte de una pequeña isla. Somos parte de un pequeño globo. Y nuestra esperanza es que esto pueda ser un modelo de cómo la gente por sí sola puede “cambiar la imaginación del cambio”, para citar a Rebecca Solnit, una maravillosa escritora ambiental que escribió un bello libro llamado Hope in the Dark.
Ella dice que tenemos que contar las nuevas historias que nos conectan. Traemos nuestra energía e inspiración y podemos sembrar la tierra con estas pequeñas semillas. Y luego podemos ayudar a nutrirlas para que crezcan. ¿Qué más podemos hacer?
~ShonaS está curando “Proof of Experience”
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